domingo, 22 de abril de 2012

silencio y ruido

“El silencio y el ruido en la literatura por venir”: un ensayema de Ignacio Vleming
Posted on enero 22, 2008 | 4 comentarios


Ilustr. Ejemplo de notación de David Tudor de 1989 de la partitura original de 4’33” (1952) de John Cage. Fuente.



Decir que el silencio es una de las líneas por las que discurre cierto arte moderno no es ninguna novedad. Como explica Susan Sontag en Estilos Radicales son muchas las manifestaciones artísticas que sin duda reflexionan o trabajan con la ausencia de expresión. Pensemos, por ejemplo, en el gesto mudo de las pinturas de Rothko, en las larguísimas películas sin montaje de Warhol, en las composiciones musicales de Cage o en el artista sin obra, tan característicos del conceptual (cuya producción y cuyo discurso son en definitiva lo mismo).

Que otro arte contemporáneo haya renunciado al silencio es un observación que desde el advenimiento de lo que muchos llaman postmodernidad tampoco es ninguna novedad. Ya lo expone Arthur Danto en Después del final del arte cuando advierte que hoy los artistas pueden cambiar de estilo varias veces a lo largo de un mismo día y recuperar todas las narraciones del pasado en el coctel que prefieran. El exceso de gestualidad, de iconografía, de revisionismo es una de las claves de la condición postmoderna; noción que también está en declive, según muchos otros, pero que trae a colación obras como el abigarrado cine de Egoyan, los edificios neoclásicos de Venturi o las macro-ferias de arte.

Pero tanto el silencio, el silencio más ensordecedor, como el ruido, el ruido más rotundo, provocan experiencias estéticas bastante parecidas debido a todas las rupturas que no llegan a realizarse o que se realizan simultáneamente. Inevitable espera en el primer caso, o reacción de incoherencia, en el segundo, que son muy difíciles de eludir, y que conducen al espectador a una especie de tedio o de espiritualidad, tan característico de cualquier apuesta metalingüística –siempre interesada en profundizar hasta lo más hondo de la maquinaría estética–. Diríamos que cuando nuestra preocupación por el medio es mayor que por el contenido de la obra, la experiencias que comienzan a generarse son de índole trascendente, y algo muy parecido podríamos decir de las pinturas de Rothko, que acaban apelando a emociones más sutiles antes que a la conmoción, o a las películas de Egoyan, cuya fruición estética sólo pasa por una reflexión sobre el dispositivo cinematográfico antes que por cualquier contenido argumental que no sea el propio hecho de la argumentación. Otra vez estamos ante la misma idea del arte por el arte, en un formalismo, paradójicamente, de tipo conceptual.

*

Silencio y ruido son entonces el escenario perfecto para poner en funcionamiento la tramoya del arte, la ficción del arte. Una metáfora que podríamos prolongar hasta la extenuación: silencio y ruido son la hoja en blanco, el texto abierto o la literatura por venir de la que tanto hablamos en El águila ediciones. Son el hilo argumental que no te conduce a puerto alguno, pero que se prolonga indefinido de una historia a otra, de un soporte a otro, de una idea a otra, en una divagación tan bizantina como hermosa.

Silencio y ruido son el espacio de la experimentación, el texto que existe en potencia, el contenido que se reduce a unas pinceladas precisas para soportar el medio, para soportar el concepto que gracias a una extraña transubstanciación estética hemos conseguido convertir en forma.

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